Introducción al libro

Querido Rafael:

Es un placer para mí escribir unas palabras que acompañen a este libro. Debido a la distancia, es más fácil hacerlo por escrito. No quiero que esto sea un análisis, ni un artículo monográfico, sino un mensaje  personal, que aunque dirigido a usted, será leído por más gente. Helo aquí.

No me atrevería a llamarme su profesor, puesto que sus verdaderos mentores han sido otros: Jaan Vares, Olav Männi y Martin Saks. Fueron ellos quienes le enseñaron todo lo que se puede enseñar a un futuro artista. Pero usted asistió a mis cursos, al igual que otros muchos. ¿Cuántos?: no sabría decirlo, pero naturalmente, después de más de cuarenta años, no habrán sido pocos. Digo esto porque no puedo ni siquiera recordar todos sus nombres. He olvidado muchos, probablemente sin merecerlo. Pero de algunos, relativamente pocos (los más brillantes) me acuerdo. Y muchos menos son aquellos con quienes, después de acabar el instituto, nacieron relaciones distintas, cálidas y duraderas, relaciones profesionales o simplemente humanas. Estas las podría contar con los dedos de la mano. Y usted es una de esas personas.

Lo escrito anteriormente es válido también para las tesis, cursos y títulos universitarios. Hace poco me acordé de la tesis de Volodja Vorošilov (ya fallecido, por desgracia), que más tarde se convertiría en autor de un conocido concurso de televisión. Sólo puedo recordar tres o cuatro tesis más, entre otras la de Usted. Se trataba de un proyecto para construir un monumento conmemorativo a las víctimas del gueto de Odessa. Usted vino a consultarme, a pedirme consejo cuando la idea sólo empezaba a adquirir forma perceptible. Por supuesto, ahora me acuerdo vagamente de los dibujos que contenía el proyecto, aunque ya en ese momento advertí características que en gran parte determinarían su posterior trayectoria humana y profesional. No creo que haga falta decir que hablamos de la época en que recordar la exterminación sistemática de judíos provocaba irritación en el partido y en el gobierno, incluso era mejor no pronunciar la palabra “judío”. ¿Era su proyecto un acto de rebeldía, lo que más tarde recibió el nombre de disidencia? No lo sé. Me parece que era algo distinto y quizás algo más grande: una manifestación de libertad interior. Usted, o al menos así lo percibo, no apoyaba la política antisemita del partido, lo cual es comprensible, pero tampoco estaba en contra de ella. Simplemente no se dio por aludido, no quiso saber nada de aquello. Conoció la tragedia, y para usted no existían más que dos problemas, la verdad y la justicia tal y como usted mismo las concebía. Con el tiempo, esa concepción puede cambiar. La experiencia que traen la edad y la historia nos obliga a corregir nuestra visión del mundo. Su caso no es una excepción, pero para usted el principio esencial permaneció inalterable; es lo que yo llamaría caer fuera del contexto. Esto les sucede a los profetas, a los visionarios, a los  don quijotes y a los artistas en general. La escala puede variar, pero la idea, el principio, es siempre igual: no polemizo con mi época, no me doy por aludido, no le presto atención.

Ya sé que, respecto a esto, usted tiene ciertas objeciones. Usted me recuerda que el primer proyecto de licenciatura fue una reacción fuerte, encendida, provocada por una de las vergonzosas tragedias del siglo,  y que otros proyectos continuaron en la misma línea, no menos sinceros ni apasionados. Estoy de acuerdo con usted; más aún, añado por mi parte que gran parte de sus esculturas están conformadas por cosas que, en la lengua lejana de la teoría, se suelen llamar política y moralmente comprometidas. Después de 1985, los tiempos se tornaron especialmente difíciles en este sentido, llenos de tensiones. Entiendo que entonces coincidieron muchos motivos, entre los cuales sobresale la colosal grieta de nuestra historia, que le permitió reevaluar lo vivido y sufrido, y por fin decir en voz alta aquello de lo que hacía tiempo se había dado cuenta, lo que había pasado y lo que en ese mismo instante empezaba a manifestarse con claridad. También tuvo usted más tiempo que nunca para la creación, para la reflexión “buril en mano”. No voy a citar todas las obras de esta serie: el lector puede encontrar sus reproducciones en este libro. Basten algunas menciones al azar, por ejemplo “La cámara de tortura”  (madera, 1985), “Tiempo de penuria. 1937” (granito, 1986), “El camino muerto. Salehard-Igarka” (madera, 1989), “Una página de la historia de mi pueblo. Karabah” (madera, 1990), “Otro huevo olvidado” (madera, metal, 1995), “En un círculo de mal agüero” (madera, metal, 1996)…

Así pues, esa característica suya me obliga a volver a la caída fuera del contexto.

Me explico:

Todos estamos ligados a nuestra época en muchos niveles; es decir, formamos parte de varios contextos. Cuando mencioné su tesis de licenciatura, hablé de la caída fuera del contexto ideológico. Pero para un artista profesional y vocacional (y sin duda alguna, usted pertenece a esta clase) lo dominante es el contexto artístico. Es difícil imaginarse una situación más deformada que aquella en la que usted se encontraba. Parafraseando a Einstein, podría decir que usted se encontraba en un espacio deformado. Al acabar el instituto, usted era formalmente un artista soviético porque no había y no podía haber artistas no-soviéticos en el estado; incluso los artistas disidentes y clandestinos eran soviéticos, no disidentes cualquiera. En su calidad de escultor soviético, usted volvió a su Bakú natal y allí se encontró cara a cara con la realidad de la vida artística, con el realismo socialista triunfalista y aplastante, con la venta de ideales, la hipocresía  y el cinismo. Servir a las musas de esa forma le repugna tanto que decide mudarse a Tallinn. El arte estoniano pertenecía entonces, por supuesto, al cuerpo universal del arte soviético, pero iba adquiriendo una inclinación cada vez más perceptible hacia la libertad y la responsabilidad profesional. Desde aquí se podía ver mejor que fuera de las murallas del “campo socialista”, y en algunos sitios, también en el interior de ese campo, el arte estaba adoptando una dirección completamente distinta; la experiencia de occidente se reflejaba también aquí. No me acuerdo de cómo presenté en su curso la historia del arte del siglo xx, pero sí recuerdo que a mediados de los años sesenta empezamos a ofrecer a los estudiantes un curso extenso dedicado exclusivamente al arte extranjero contemporáneo. A pesar de las normas fijadas por la Academia de Arte de la URSS, quien nos dirigía, en este curso no hablamos en absoluto de la caída y de la desintegración del arte burgués, sino de asuntos muy distintos. Al mismo tiempo nos caracterizó una visión bicolor: cuánto más insoportables se nos volvían las cadenas del realismo socialista, más atractiva nos parecía la situación  del arte occidental, y más nos habría gustado fundirnos con la corriente libre de la vanguardia. En el contexto estoniano, eso empezó a ser posible ya antes de la caída del imperio: aquí se abrió una perspectiva que usted no podía dejar de notar.

Vale la pena revisar todas sus obras en orden más o menos cronológico, para ver como, en ese espacio con varios centros de gravedad, usted creó una línea propia de comportamiento artístico. Conociendo las ideas y acontecimientos de aquí y de allá, usted no renunció a aprender de todo aquello que consideraba válido e imprescindible. Con esto puedo explicar el multiestilismo de su obra: desde el realismo poético, en el que son perceptibles las huellas de la tradición escultórica estoniana, hasta la dramática deformación expresionista; de un patético “discurso directo” a la simbología desbordante de significados, desde la integración ordenada de estilos hasta la multiplicidad moderada de códigos visuales dentro de los límites de una sola obra. Ese juego con los estilos hace de usted un candidato que podría venderse como postmodernista; tanto más cuanto que usted llegó a su madurez creativa y a su auge productivo justamente en esa época, cuando el postmodernismo empezó a considerarse accesible o, mejor dicho, entró en vigor. Pero yo no lo incluiría entre los postmodernistas, porque usted supo conservar su incondicional independencia y la fidelidad a sí mismo.

Hablando en términos más generales, el arte de después de la vanguardia dejó de ser “expresión artística” en el sentido más amplio. En lugar de cualquier tipo de expresión, desde la expresión de los estados del alma  hasta la declaración de visiones personales e interpretaciones personales del mundo, surgen el ingenio y la crítica, así como las interminables reflexiones acerca del arte mismo. La enajenación de la obra respecto a la personalidad del autor se presenta como el principio creativo ideal. Gerhard Richter, considerado el primer artista contemporáneo, dijo sobre una de sus series (“Pintura en gris”): “ el gris es un resumen de la no-declaración, no provoca sentimientos o asociaciones… A diferencia de los otros colores, conviene para no representar nada. Para mí, el gris es el único equivalente posible de la indiferencia, es el negarse a declarar algo, es la ausencia de opinión y de forma”.

Así pues, la brecha entre la subjetividad personal y la expresión artística, tan característica de la orientación contemporánea, es absolutamente ajena a su idiosincrasia. Justo en este punto es donde usted cae fuera del contexto, manteniendo la relación inconmovible y orgánica entre personalidad y arte como misión personal; es decir, que cuando veo sus obras, desde luego lo primero que veo es la forma que usted ha dado a un material inerte, pero de ella puedo extraer pensamientos que usted le ha infundido, y a través de estos y de la forma a usted lo veo, lo oigo y lo entiendo.

Ya dije que en el centro de su mundo se asienta un imperativo moral irreemplazable, un eje central que organiza el orden del mundo y le que le impide desintegrarse. Pero usted es un artista, un maestro, y por eso no es posible reducir su obra a la moralización puritana. Su forma de expresión es libre. Usted sabe que no hay arte sin raíz lúdica. De ahí su deleite al jugar y al luchar con el material, que se traduce sobre todo en la escultura, pero que lo llevó, escultor de los pies a la cabeza, a tratar nuevos medios, la pintura y el dibujo, a una edad ya bastante avanzada. De ahí, también, el juego con las formas, con los contrastes estilísticos, así como también el sentido del humor de su plástica. De ahí también, finalmente, el alto juego de ideas característico de sus obras; los brillos semánticos que fascinan al espectador por sus muchas y diferentes posibilidades de interpretación…

Hace aproximadamente medio siglo André Malraux, deslumbrado por las perspectivas de la reproducción, describió una imagen ideal, el “museo sin  paredes”, en cuyas valiosas obras de arte se combinarían las representaciones que constituyen el patrimonio artístico del mundo. Las reproducciones de sus obras, que se recogen en este volumen, han de ser ahora su “museo sin paredes” personal. Deseo de todo corazón que por mucho tiempo haya visitantes haciendo cola a la puerta de ese museo.

Suyo, Boriss Bernštein
Mountain View, octubre 2004