LAS ESPINAS Y ESTRELLAS DE RAFAEL ARUTYUNYAN

Hace diez años, el destino me regaló un encuentro con un hombre extraordinario; con un extraordinario creador y “conocedor de la belleza”: Rafael Surenovich Arutyunyan. Cuando se cumplen 68 años del nacimiento de este artista, en el año 2005, aún no encontramos motivos para hacer el balance definitivo de sus logros como creador, sobre todo porque su obra aún ha de seguir desarrollándose.

1. ESCULTURA. LA CREACIÓN DEL MUNDO

Las lecciones recibidas en la facultad de escultura del Instituto de Artes de Tallinn las plasmó Rafael Arutyunyan en su tesis de licenciatura, “Destino fatal” (1964). Se trata de una composición de 2,25 metros sobre el tema “Judíos en el gueto de Odessa”. Su tesis provocó una fuerte polémica en el tribunal que la evaluó. Los miembros del tribunal se inquietaron no tanto por las cualidades artísticas de la obra presentada, sino por la posibilidad de que recibiera críticas negativas por parte de los ideólogos del partido. A pesar de todo, la tesis fue aprobada con una calificación brillante.

El primer y único intento de “naturalización artística” por parte de Rafael Arutyunyan fue su participación en el concurso para el monumento de V. I. Lenin ante el edificio donde estaba situada la sede del Comité Central del Partido Comunista de Estonia. A pesar del premio de consolación recibido, le supuso tal costo moral que renunció para siempre a trabajar por encargo. Más tarde, durante la Perestroika, Arutyunyan, que decía “no tener nada en contra de Lenin” y que había sido educado desde la escuela para reverenciar a este “individuo casi santo”, reconoció que por orden del “dios del proletariado del mundo entero” se habían cometido actos viles. Presa de un arranque de ira, agudizada por su temperamento caucásico, rompió un busto de yeso de Ilich, “haciéndolo trizas”.

Tuvo que pagar un precio altísimo para permitirse el lujo de seguir su propio camino en el mundo del arte, independientemente de las modas, y ser así un individuo independiente que colocaba la libertad y el amor por encima de todos los valores humanos. Desde 1966 hasta 1983, ya licenciado en escultura, se vio obligado a ganar el pan de su familia trabajando en un taller de cantería en Rahumäe, cerca de Tallinn, haciendo inscripciones en lápidas y monumentos funerarios, para así “eternizar por las mañanas nombres de otros, y por las tardes el mío propio”. Fuera de los muros del cementerio no había lugar para la creación artística o la promoción personal. La única excepción que puede mencionarse, por fortuna, es “Mujer sentada” (1975), que apareció fortuitamente entre su legado artístico. Pensado como monumento junto a la tumba del hijo de una maestra, consiguió evadir la calidad de funerario y alcanzar el estatus de obra de arte valiosa por sí misma, digna de ser expuesta en cualquier museo y ser reminiscente de los mejores trabajos del gran escultor francés Mayol y acorde con lo más granado de la plástica de las repúblicas bálticas de aquellos años.

La rectitud moral y la fidelidad a principios éticos y estéticos de Rafael Arutyunyan condicionó la estructura de su arte, casi como un mecanismo de relojería y muy bien organizada por géneros. A lo largo de muchos años, desde los sesenta hasta finales del siglo pasado, el retrato desempeñó un papel fundamental en él: el retrato de sus familiares y allegados, de gente que el maestro conocía muy bien. En el perfil artístico de cada uno de estas obras, siempre nítido e irrepetible, sea en “Tania” (1968), “Viola” (1975), “Alioshka” (1979), “Cabeza de mujer del Báltico” (1990) entre otras, aparece indefectiblemente un rasgo común: la calidez y la limpieza espiritual más absoluta, clásicas, que se manifiestan en los detalles y en la absoluta claridad de la estructura plástica, ajena a los experimentos formales caprichosos y que se transluce en la similitud con un individuo concreto, que es el ideal humanístico y estético, que transciende las barreras temporales.

Lo dicho también es válido para los retratos de los miembros de la familia del artista, que lo mantuvieron ocupado por muchos años (“Cabeza de chico”, 1994; “Mi nietecito”, 1994). En ellos, la inspiración en un ideal de belleza eterna y el aislamiento del trajín cotidiano evitan que se caiga en el sentimentalismo doméstico y permiten mantener la intimidad del hogar dentro de los límites de la estilización artística.

Esta galería de retratos linda con otras obras irreprochables según las normas del gusto artístico en el sentido más estricto, como por ejemplo “Máscara” (1977), “Cabeza de mujer” (1981, bronce), “Ensueño” (1985) y “Cabeza decorativa” (1985), en los que el rebuscamiento de la decisión artística se impregna del espíritu del modelo real, aunque solo sea como prueba de su existencia en el mundo.

El maestro reflejó en un semblante masculino al hombre contemporáneo en su sobresaliente “Cirujano” (1978), donde todo es asombroso: la contención, el patetismo heroico encubierto, la monumentalidad sobria de esta pieza de dimensiones modestas (apenas 45 centímetros de altura) y, finalmente, el acabado del material, virtuoso y justificado por el tema mismo de la obra, eficaz pero no efectista, que nos permite ver los ojos bajo la máscara de granito que cubre una parte de la cara: unos ojos que no están medio cerrados, sino más bien concentrados en un punto.

Uno de los principales talentos que destacan en su obra es la capacidad de lograr resultados artísticos convincentes cuando trabaja con materiales muy diversos: sean naturales y “caros” como el mármol, el bronce, el granito o la madera, o “baratos” y artificiales, como el yeso o el plástico. Rafael Arutyunyan reconoció y aprovechó de manera brillante las posibilidades ilimitadas, “metafóricas”, de los sucedáneos. En particular, sorprende sobremanera no ya su magistral imitación del material en cuestión, sino la capacidad de extraer mágicamente efectos hasta entonces insospechados de cualquier material sustitutivo; efectos no característicos de la piedra, metal o madera. En su sistema de valores creativos, el escultor derriba las barreras entre lo natural y lo artificial. Testimonio de esto son “Cabeza de una joven” (1969) y “Autorretrato” (1993), gloriosas representaciones en materiales inusitados según recetas ancestrales, ya olvidadas, de los alfareros que trabajaban la preciosa cerámica policromada.

Los verdaderos dramas del siglo no se desarrollaron cerca del taller en el que trabajaba y de la casa en la que habitaba. Estos le nutrían con el material de la compasión, dando lugar a un largo ciclo de composiciones trágicas (“Víctor Jara. Canción antes de la muerte”, “Árbol antiguo. Monumento a V. Jara”, ambos de 1975; “Nos llaman las sombras de los caídos. Santiago”, 1976; “Esto se repitió en Chile”; 1977; “Cámara de torturas. A los que luchan por los derechos del hombre”, 1985, y otras muchas). Rafael Arutyunyan, extremadamente sensible al sufrimiento ajeno, tuvo que reconocer que la humanidad no suele asimilar las lecciones del pasado. Testimonio de este convencimiento son tanto las obras mismas como sus títulos: “Advertencia” (1990), sobre la catástrofe de Chernobyl, y “Un mundo loco, loco” (1989) sobre el drama de Afganistán.

Rafael Arutyunyan no consideró necesario crear su propia versión escultórica de Don Quijote, aunque ecos de un himno al “caballero de la triste figura”, que batalla y muere en soledad, es claramente audible en los trabajos “Minas Avetisyan” (1976), “Komitas” (1987), “Luz de una estrella lejana. Monumento a Sajarov” (1989), “Un monje” (1992), “En memoria de un artista” (1995).

El hecho de que en los retratos femeninos del artista se evidencien formas de representación clasicistas no es motivo suficiente para hablar de un estilo único en su arte, donde el refinamiento plástico de “Motivo primaveral” (1974) y “Hojas que caen” (1980), el ímpetu dinámico de la composición “En el infinito” (1973) se combinan con la impenetrabilidad y pesadez del granito en “Cerdos de Vietnam” (1976), y la expresividad sin objeto de “De la tímida juventud” (1970) con la alegórica elocuencia de “Del elefante y el mono” (1984). El espíritu siempre vibrante del maestro, constantemente intranquilo, se asemeja a un volcán imprevisible, cuya lava creativa es capaz de dar a luz tanto “Torso” (1985), que cumple casi punto por punto con el canon de belleza de la antigüedad, como trabajos abstractos, que usan el vocabulario expresivo del siglo XX (“Hula-hop”, 1968; “Motivo primaveral”; 1974; “Virgen negra”, 1980). Este amplio espectro creativo puede abarcar, a veces prácticamente al mismo tiempo, el monumento “A mi perro” (1986) y “Puente televisivo” (1992), “Máscara doliente” (1986) y “Una caricatura amable” (1987), y trabajos que no necesitan de título como por ejemplo “Churochki” (1992) o “Globo decorativo” (1987).

A la misma parte del legado artístico de Rafael Arutyunyan, más problemática y dramática, pertenecen sus composiciones monumentales. En “Sol sobre el gueto” ya se nos enfrenta con la pregunta de qué representa la obra misma: ¿una obra como un mecanismo de reloj o máquina, terminada, o un proyecto de monumento a gran escala, para el futuro? Esta pregunta también afecta a otros trabajos con el mismo carácter trágico (“Camino muerto Salejard-Igark”, 1990; “Réquiem. Víctimas del terremoto”, 1991; “Vuelco dentro del ataúd” y “Dedicado a las víctimas del estalinismo”; ambos de 1992; “Perdiz” y “Huellas de batalla”, ambos de 1993; “En un círculo de mal agüero”, 1996).

Le tocó ser autor del sobrio monumento conmemorativo que se erigió en 1982 en Kohtla-Järve, que esculpió en la naturaleza. Se trata de un homenaje a la amistad entre los habitantes de esta ciudad y los de Outokumpu en Finlandia. Se realizó en granito de la propia región de Kohtla-Järve y se aleja con mucho del estereotipo de los monumentos soviéticos en honor a la “fraternidad” entre ciudades hermanas. Igualmente, “Nos llaman las sombras de los caídos. Santiago” y “Esto se repitió en Chile” no se presentan en absoluto como obras finalizadas y transportables, concebidas para adornar interiores en lugares privados o públicos. Su intención es comprensible, como tal, solamente gracias a una magnificación significativa, a través de materiales eternos, con un fin determinado y colocadas más allá de los límites de la ciudad y bien visibles desde todos los puntos del conjunto escultórico conmemorativo.

Otra serie, la que más se destaca por su longitud, se abre con la obra “La vida se abrió paso” (1986) y “Cámara de torturas. A los que luchan por los derechos del hombre” (1985). Es indudable que se trata de monumentos, en el primer caso alegórico y en el segundo conmemorativo. Igualmente evidente es que sean obras compuestas y autosuficientes. Es difícil imaginarse una translación de su “sobriedad en madera” a otro material; tanto como imaginarse la presencia en el conjunto conmemorativo del alambre de espino de la “Cámara de torturas” o de la solidez simbólica de las fuerzas generadoras de vida de las ramas y hojas de plástico (protagonistas de la escultura “La vida se abrió paso”). Entre las obras de este tipo, que no aspiran a ser plasmaciones monumentales, se encuentran también “Una historia en la historia de mi pueblo” (1990), “Dedicado a las víctimas del estalinismo” (1992), “En un círculo de mal agüero” (1996) y muchísimas otras.

Habiendo renunciado a los criterios académicos de la belleza, y siempre desafiando las ideas tradicionales del arte escultórico, Rafael Arutyunyan alcanza en los trabajos ya mencionados la libertad absoluta con la que soñaba desde su ingreso en el instituto: la libertad “de pensamiento, en el propio taller, en la escultura”. Precisamente esta libertad absoluta le permitió unir en el marco de una sola obra componentes que según criterios clásicos serían incompatibles: materiales naturales y artificiales, objetos originales creados por el propio autor y objetos domésticos (juguetes en “Carrusel”, 1992; fotografías recortadas de una revista en “Dragón”, 1990; unas gafas y un casco en “Osmán-Pashá”, 1995; un reloj de mesa en “Tiempo para todo juicio”, 1995, etc.)

Después de la caída de la Unión Soviética, habiendo iniciado ya una furiosa batalla en soledad con el oleaje, y renuente a pararse en orillas tranquilas desde donde faros estéticos que le resultaban ajenos le mandaban luces de aviso, el artista va perdiendo uno tras otros todos los estímulos sociales relevantes para su actividad creadora y se lamenta “por todo aquello que antes parecía completo, y ahora quiere venirse abajo”.  Su diálogo con los tiempos recuerda cada vez más a un movimiento espontáneo en medio del enfurecido oleaje de la vida circundante. No solamente al observador inexperto, sino también al crítico profesional le resulta a veces complicado entender hacia dónde se dirige el autor en “A través de la tiniebla y el caos”, 1996, en nombre de qué arde la “Llama santa” (1995), o quién amenaza al “Dragón. El resultado del sistema” (1990) o el “Ídolo” (1996).

La labor creadora del maestro en este período está determinada por la autocorrosión espiritual, el juego solitario y angustiado consigo mismo, con jeroglíficos espaciales solamente comprensibles por él mismo y cuya solución no es accesible para los cánones estéticos generalmente aceptados, formados por retazos de objetos tomados al azar (“Vertedero”, 1992) que no son útiles a nadie y  pasatiempos que no entretienen a nadie, salvo al autor (“Gato”, 1995, “¿Hermano o no hermano?”, 1995; “Otro huevito olvidado”, 1995; “de todas las épocas”,  1996).

En efecto, juega absurdamente consigo mismo, y se debate en una jaula de contradicciones que ha construido para sí mismo, llegando hasta a la amarga autoflagelación y a la autoironía. Esta encrucijada la expresa el maestro con la imagen de un espacio dividido en tres partes, desplegado ampliamente en el espacio de una composición de madera que incluye el siguiente texto explicativo: “Cada año se hace más difícil mover el cerebro, por no decir las manos”: Esta composición ha de contemplarse como un autorretrato, en el que el autor se despide del oficio de escultor, que le ha proporcionado muchos años de felicidad y desgracia.

2. OBRA GRÁFICA. EL PURGATORIO

Después de la cuarta exposición personal del año 1997, que coincide con los sesenta años del maestro, este desaparece de manera totalmente inesperada de los círculos artísticos para lanzar cinco años más tarde, a principios del tercer milenio, dos ráfagas creativas: una gráfica y otra pictórica, en la exposición personal del 2002.

Un acercamiento aún más acentuado con respecto a la plástica se manifiesta en los retratos, en los que se representan animales y composiciones que recuerdan proyectos de monumentos escultóricos (“En memoria del fuego eterno”, “Luz desde dentro”, “Trampa”, “En el cementerio”, “Montón de metal y telarañas”, “Monumento”). En “Rostro de hombre”, “Novia”, “Diana”, “Nieta”, “Nastienka”, o “Irina”; que siguen sin añadir ninguna carga argumental ni ideológica, no se entra en el territorio de la experimentación formal y en cuanto al estilo, se relacionan con los trabajos más clásicos del maestro.

Igualmente muestra rasgos comunes con la serie escultórica la obra gráfica animalista de Rafael Arutyunyan, que abarca tanto animalidad “pura” (“Rinoceronte”, “Tortuga elefante”, “Grulla coronada”, “Camello”, “Lince” y muchos otros) como alegórica o de fábula. Aquí no se nos presentan especimenes concretos de la fauna terrestre, sino personajes de alguna parábola edificante que aspiran a papeles que les son ajenos o no les corresponden: un león con corona (“Egolatría”), su doble real (“Orangután”, 1988), “Gorila pensativo” y el “Monumento al juego sucio”, empapado de humor negro. En algunos retratos e imágenes de animales, su plástica adopta volúmenes y formas comparables a las de los estudios escultóricos (“Maya”, “El rey de la selva”).

La obra gráfica de Arutyunyan se caracteriza por el conflicto con los géneros al uso, con los temas y motivos habituales. “Defensa sorda” y “Karate” están tan alejados del mundo del deporte como la composición “Sádico” y el perfil de “Belleza de un hombre”, con su exagerado “rostro nacional kazajo”, apenas se relaciona con el epítome de la belleza masculina.

Cada vez con más frecuencia se hacen las preguntas a las que está condenada la época (“¿Salvará la belleza el mundo?”), se asombra de la capacidad de la humanidad de “tropezar dos veces con la misma piedra”, repetir viejos errores y olvidar las lecciones del pasado (“Nada cambia con el paso de los siglos”). Expresa su perplejidad ante el derrocamiento irreflexivo de los ídolos del pasado (“Vuelco y reparto”) y se hace eco con entusiasmo de las absurdas guerras intestinas de nuestra época (“Eclipse”, “Guerra”, “Cabeza cortada”), roza las normas de comportamiento moral (“Cuando se ha gastado en alcohol todo lo que se podía gastar”), recuerda a sus mentores espirituales (“Don Quijote”, “Recuerdo de Komitas”, “Grigor Narekatshi”)…

“La esperanza es lo último que se pierde”, “Rasgueo de cuerdas”, “Piedras”, “Proyectiles volantes” y muchas otras obras son autorretratos del temperamento del autor: impulsivo, plurifacético y amante de la variedad, incapaz de permitirse un respiro en la lucha contra las propias dudas, pensamientos negativos y acuciados por la espera de nuevos desafíos. De esto nos convencen los mismos títulos de las obras: “Mi alma, una oruga”, “Categorías del alma”, “Estado espiritual de un viejo armenio”), cuya cumbre trágica se alcanza con “Autorretrato”, cual grito estridente o últimas palabras dichas en público desde el patíbulo: “Mirad con vuestros propios ojos, estoy ante vosotros en la hoguera y mi rostro está manchado de hollín”. El rostro, que se presenta como efigie desfigurada durante años de penalidades, es como una máscara llena de lágrimas de sangre. La máscara está espantosamente desnuda, pero no es una máscara funeraria.

Puede suponerse que esta visión de la existencia en blanco y negro, presente desde un principio en su obra gráfica, profundizó la tendencia del autor a representar el sauce triste (“Sauce llorón”), nubes que traen amenazas de tormenta (“Nubes de tormenta”), árboles que aparecen en forma de tocones secos (“Llanto de la tierra”) y la pérdida irremediable (“Pérdida calamitosa”). Con estas obras,  su arte adquirió un aire nuevo y fresco; se diría que al artista le salieron nuevas alas, unidas por materiales más fiables que la cera (“Ícaro”).

La obra gráfica vocifera desde la composición “Grito sobre la ayuda”, que provoca asociaciones con el famoso cuadro del pintor noruego Munch, “El grito”, y transmite con dramatismo su esperpéntica visión del mundo, sufriente y en parte enfermiza (“Derrumbe”, “Planta desconocida”, “Océano misterioso”, “Motivo abstracto”, “Poltergeist”, “Fantasma”). La obra gráfica también abre al maestro la visión a lo que le rodea (“Seta en el campo”, “Gota”, “Árboles cortados”) y a la felicidad pacífica de la vida cotidiana (“Pescadores”, “La estación de las setas”) y añade unas gotas de saludable autoironía en relación con las alucinaciones cada vez más frecuentes (“Una visión”, “Un espejismo senil”, en los que se desarrolla la iconografía de “El tribunal de París” y “Tres gracias”).

Precisamente en su obra gráfica, el artista se despide definitivamente de la ilusión de que es posible alcanzar el paraíso en la tierra como principio procomunista universal y empieza a pensar sobre la existencia de fuerzas superiores celestiales.

3. PINTURA. LA IDOLATRÍA.

La pintura, que en el año 2000 se mezcla con la obra gráfica, no parece aportar ninguna variación esencial al repertorio temático de Rafael Arutyunyan. A juzgar por los cuadros y por los comentarios del autor, le sigue atrayendo, al igual que antes, literalmente todo: los símbolos antihumanos “de nuestro siglo intranquilo” (“Disparo”, “El bien y el mal”, “Fresco antiguo”), la vida misma con su “tonalidad negriblanca de zebra”, (“La rueda de la vida”), el estado del “alma afligida” (“Los elementos desatados”), “el paso del tiempo de la juventud perdida” (“Vacaciones en la naturaleza”); las composiciones puramente abstractas y decorativas, que pueden “tratarse de manera diversa” (“Fantasía sobre el tema de la vida subacuática”, “Fantasmagoría” y otras), las fiestas populares estonias (“Máscara de fiesta”), la relación bárbara “del ser humano con el mundo animal” (“Estado subvertido”), la invasión de la vida privada por parte de los servicios de inteligencia (“La cabra diabólica”), “amistad de las tres razas: amarilla, blanca y negra” (“Tres gracias”) y, por raro que parezca, asuntos que “deberían despertar el sentimiento patriótico” (“Un desfile de armas”). En pocas palabras, todo, desde las fuentes bíblicas (“Adán y Eva”, “La inmolación de Abraham”) hasta las últimas noticias del día (“Catástrofe”).

No obstante, los cambios, siempre fundamentales, están presentes. Entre sus síntomas se encuentran, por ejemplo, la flagelación humillante de obras sobre el tema “Los vicios de la contemporaneidad”, de manera similar que en “Al ángel caído” con “billetes de dólar en lugar de manos”. La propaganda apasionada, colérica, le cede el paso a la risa sarcástica y a la decepción a consecuencia de propia supeditación, que se refleja parcialmente en la composición “Guitarra descoyuntada”, cuyas cuerdas, al igual que las manos del individuo cansado y angustiado “se quedaron suspendidas del dolor”.

Como siempre, no reconoce ninguna autoridad o normativa artística, orientando su práctica hacia la creatividad infantil y autocreativa, donde el postulado “yo lo quiero así” rebasa a cualquier otro imperativo supremo. Así, manifiesta en el arte la función básica de la libertad y del juego arbitrario, cuyo valor social y material es extremadamente relativo y condicionado por una multitud de circunstancias incontrolables por el cálculo objetivo y rígido. Ya en el “móvil” de madera del año 1992, “Carrusel”, creado exclusivamente para su propio deleite, se permite dar vida y color a una obra formada por juguetes. Serios y adultos en cuanto a su origen material y a su configuración profesional, estos serían la plasmación más adecuada del sentido primitivo del arte del juego. Mezclando en sus cuadros un colage de palabras formadas por partes de construcciones infantiles (“Dedicatoria”), teléfonos celulares y calculadoras (“Retrato del hijo”), guantes (“Inaccesible”), eslabones de brazaletes (“Valores perdidos”), figuras de tortugas e insectos de juguete (“Cierre”) y poniendo en juego objetos de uso doméstico, Rafael Arutyunyan realiza no un pasatiempo festivo y despreocupado, sino una operación artística libre y suficientemente seria, poco similar a la de los niños que juegan con cubos y palas en la arena del parque.

Ocupado con su propia “labor manual” de autofustigamiento, siente una intensa satisfacción moral, una delectación estética poco habitual y un sentimiento de tranquilidad espiritual incluso cuando crea obras que son, a juzgar por sus títulos, tristes (“Bello principio y triste anonimato”, “Sin salida”, “Paleta de funeral”). El maestro alcanza el nivel de liberación artística absoluta en el que puede planear sin ataduras, dejar volar la fantasía a sus anchas, donde el tiempo no rige y las coordinadas espaciales no están establecidas, donde imperan las fuerzas ultraterrenas y suenan melodías cósmicas (“Desfile de estrellas”, “Con música de Beethoven”, “Máscara viviente”) y donde reluce un color divino (“Vela de Dios”), sometiendo a una dolorosa erosión el alma del autor.

El festín espiritual no está pensado para los paseantes ociosos o visitantes desconocidos, sino para invitados selectos y personas cercanas al artista, cuyos rostros son fácilmente reconocibles en la galería de retratos familiares. Estas personas están colocadas en una especie de pedestal inaccesible a las fuerzas del mal, que las defiende de todo peligro imaginable rodeándolos de un aura de felicidad y color, de modo que si llegan a rozar la superficie de la tierra, esta se convierte en un “globo terráqueo verde y pacífico” (“Diana Arutyunyan”).

El artista, sin querer, descubre un nuevo género: el del retrato-obsequio para solemnidades y ocasiones especiales, que incluye tanto “guijarros de colores como saludo en honor de la belleza y la bondad” (“Mi nieta Diana”), como las palabras salidas de una concha “De mí para ti” (“Un presente para mi mujer”), como “un collar de ámbar y una flor blanca con centro de perlas; símbolo del sol y de la bondad como valores eternos” (“Vika”), como los signos de zodiaco y los “guijarros para el mal de ojo” (“Tatiana Steinle”, “Nastienka”, “Niña y hámster”, “Rimma Kazakova”, “Lada”, “Retrato de Gurova”).

En el panteón de los dioses y diosas imposibles no hay nada que pudiera ocupar un lugar más elevado en el corazón del artista que su esposa, Irina. El ejemplo más elocuente de ello es el legado artístico del maestro, que se inicia con la escultura del año 1965 “Irochka”. La representación de la imagen de la esposa se hace cada vez más frecuente, pasa de ser episódica (en la plástica) a surgir por etapas (en la obra gráfica y pictórica). Por eso, en esta galería cada vez más poblada de retratos comienzan a predominar con el tiempo los íconos (“Retrato de mi esposa con arco iris”, acompañado de una aclaración: “La considero algo sagrado y por eso la acomodé entre estrellas relucientes”), así como las formas simbólicas, que aparecen por ejemplo en la escultura “Dos”, “Familia”, “Noche”, “Unificados”, en los dibujos “Sin nombre” (con el texto “¿Te hacen falta mis flores negras?”), “Regresaré”, “Acercamiento”, “Mi princesa”, y en las pinturas “Presente para mi esposa”, “Estética familiar” (la familia como valor supremo).

También en la misma línea, aunque sin rastro alguno del rostro de Irina, se encontrarían las composiciones pictóricas “Paleta de amor”, “Adán y Eva”, “Dios es amor”, “Quisiera regalarte el mundo entero”, también dedicadas a ellas, a todos los años de su feliz unión, que al igual que durante la juventud, no se ve alterada por los avatares de la vida. De hecho, no pudieron siquiera desmontar de su silla a Rafael Arutyunyan hasta el año 2003, cuando no le quedó nada más, tal y como se recuerda en estos versos de un poema oriental: “Estoy mutilado, sentado en el desierto y penando por ti; a mi alrededor el mar plateado de mis lágrimas”).

El proyecto de Rafael Arutyunyan y su hijo Areg, de crear una galería de arte propia, implica seguramente una dedicatoria a su principal ídolo, Irina. Sería la compensación o prenda que pagaría el artista por la última de sus deudas personales, por todo aquello que vinculaba al maestro con la vida terrena con más solidez aún que el anclaje de los valores morales universales.

Aleksandr Sidorov,
Historiador de arte,
Asesor del presidente de la Academia Rusa de las Artes